De entre todas las estrellas que brillan en el cielo, siempre había existido una más brillante y bella que las demás. Todos los planetas y estrellas del cielo la contemplaban con admiración, y se preguntaban cuál sería la importante misión que debía cumplir. Y lo mismo hacía la estrella, consciente de su incomparable belleza.
Las dudas se acabaron cuando un grupo de ángeles fue a buscar a la gran estrella:
– Corre. Ha llegado tu momento, el Señor te llama para encargarte una importante misión. Y ella acudió tan rápido como pudo para enterarse de donde debía indicar el lugar en que ocurriría el suceso más importante de la historia.
La estrella se llenó de orgullo, se vistió con sus mejores brillos, y se dispuso a seguir a los ángeles que le indicarían el lugar.
Brillaba con tal fuerza y belleza, que podía ser vista desde todos los lugares de la tierra, y hasta un grupo de sabios decidió seguirla, sabedores de que debía indicar algo importante.
Durante días la estrella siguió a los ángeles, indicando el camino, ansiosa por descubrir cómo sería el lugar que iba a iluminar. Pero cuando los ángeles se detuvieron, y con gran alegría dijeron “Aquí es”, la estrella no lo podía creer. No había ni palacios, ni castillos, ni mansiones, ni oro ni joyas. Sólo un pequeño establo medio abandonado, sucio y maloliente.
– ¡Ah, no! ¡Eso no! ¡Yo no puedo desperdiciar mi brillo y mi belleza alumbrando un lugar como éste! ¡Yo nací para algo más grande!
Y aunque los ángeles trataron de calmarla, la furia de la estrella creció y creció, y llegó a juntar tanta soberbia y orgullo en su interior, que comenzó a arder. Y así se consumió en sí misma, desapareciendo.
¡Menudo problema! Tan sólo faltaban unos días para el gran momento, y se habían quedado sin estrella. Los ángeles, presa del pánico, corrieron al Cielo a contar a Dios lo que había ocurrido.
Éste, después de meditar durante un momento, les dijo:
– Buscad y llamad entonces a la más pequeña, a la más humilde y alegre de todas las estrellas que encontréis.
Sorprendidos por el mandato, pero sin dudarlo, porque el Señor solía hacer esas cosas, los ángeles volaron por los cielos en busca de la más diminuta y alegre de las estrellas. Era una estrella pequeñísima, tan pequeña como un granito de arena. Se sabía tan poca cosa, que no daba ninguna importancia a su brillo. Dedicaba todo el tiempo a reír y charlar con sus amigas las estrellas más grandes.
Cuando llegó ante el Señor, este le dijo:
– La estrella más perfecta de la creación, la más maravillosa y brillante, me ha fallado por su soberbia. He pensado que tú, la más humilde y alegre de todas las estrellas, serías la indicada para ocupar su lugar y alumbrar el hecho más importante de la historia: el nacimiento del Hijo de Dios en Belén.
Tanta emoción llenó a nuestra estrellita, y tanta alegría sintió, que ya había llegado a Belén tras los ángeles cuando se dio cuenta de que su brillo era insignificante y que, por más que lo intentara, no era capaz de brillar mucho más que una luciérnaga.
“Claro”, se dijo. “Pero, ¿cómo no lo habré pensado antes de aceptar el encargo? ¡Si soy la estrella más pequeña! Es totalmente imposible que yo pueda hacerlo tan bien como aquella gran estrella brillante… ¡Qué pena! Mira que ir a desaprovechar una ocasión que envidiarían todas las estrellas del mundo…”.
Entonces pensó de nuevo: “Todas las estrellas del mundo”. ¡Seguro que estarían encantadas de participar en algo así! Y sin dudarlo, surcó los cielos con un mensaje para todas sus amigas:
“El 24 de diciembre, a medianoche, quiero compartir con vosotras la mayor gloria que puede haber para una estrella: ¡alumbrar el nacimiento del Hijo de Dios! Os espero en el pueblecito de Belén, junto a un pequeño establo.”
Y efectivamente, ninguna de las estrellas rechazó tan generosa invitación. Y tantas y tantas estrellas se juntaron, que entre todas formaron la Estrella de Navidad más bella que se haya visto nunca, aunque a nuestra estrellita ni siquiera se la distinguía entre tanto brillo. Y encantado por su excelente servicio, y en premio por su humildad y generosidad, Dios convirtió a la pequeña mensajera en una preciosa estrella fugaz, y le dio el don de conceder deseos cada vez que alguien viera su bellísima estela brillar en el cielo.
Versionado por María Requena